Sólo tras haber visitado Calcuta puede uno entender por qué Lapierre tituló su novela como la ciudad de la alegría.
A nadie que no haya pisado la India le recomiendo que elija Calcuta como primera etapa, era mi tercera vez y me ha tocado muy adentro. No pretendo hacer un diario exhaustivo de las cosas a visitar en Calcuta porque esto es un relato para viajeros, no para turistas. Los turistas encontrarán guías magníficas que les detallen los monumentos a ver y las rutas a seguir. Mi relato es para otros.
Calcuta me estaba rodeando alrededor del antiguo templo de Kali mientras veía gentes sentadas que esperaban no sé bien qué, a otros que vendían flores o tarros con mantequilla y azúcar. En ninguna ciudad india había visto tanta gente sin zapatos, con tan pocos harapos ni tan desnutrida.
Cuando de repente me hizo girar la cabeza un sonido de cascabeles: un rickshaw tirado por el hombre más delgado del mundo avanzaba hacia mí y con una sonrisa y un guiño de ojo me pedía que me apartara.
Y ahí Calcuta me golpeó a base de sus sonrisas que nacen en la más absoluta necesidad y carencia de todo lo material.
Por las mañanas alrededor de las bombas de agua situadas cada 50 o 100 metros, la gente se agolpa, ya enjabonada para aclararse cuando le toque el turno. Hacen colas de 15 o 20 personas.
La contaminación te quema la garganta. Cada centímetro de asfalto está ocupado, debajo de los puentes no queda un sitio libre, las familias enteras viven en la calle. Es imposible que algún día alguien esté solo.
Y no puedo decir que Calcuta sea bonita, tiene edificios, palacios heredados de su capitalidad, monumentos cubiertos de mugre, zonas con parques...pero su encanto reside en sus marcados: de flores, de artículos religiosos, de telas...Su encanto es su gente, que no sabe pedir, que han perdido quizá la esperanza pero no la dignidad. Que sonríe siempre.
A nadie que no haya pisado la India le recomiendo que elija Calcuta como primera etapa, era mi tercera vez y me ha tocado muy adentro. No pretendo hacer un diario exhaustivo de las cosas a visitar en Calcuta porque esto es un relato para viajeros, no para turistas. Los turistas encontrarán guías magníficas que les detallen los monumentos a ver y las rutas a seguir. Mi relato es para otros.
Calcuta me estaba rodeando alrededor del antiguo templo de Kali mientras veía gentes sentadas que esperaban no sé bien qué, a otros que vendían flores o tarros con mantequilla y azúcar. En ninguna ciudad india había visto tanta gente sin zapatos, con tan pocos harapos ni tan desnutrida.
Cuando de repente me hizo girar la cabeza un sonido de cascabeles: un rickshaw tirado por el hombre más delgado del mundo avanzaba hacia mí y con una sonrisa y un guiño de ojo me pedía que me apartara.
Y ahí Calcuta me golpeó a base de sus sonrisas que nacen en la más absoluta necesidad y carencia de todo lo material.
Por las mañanas alrededor de las bombas de agua situadas cada 50 o 100 metros, la gente se agolpa, ya enjabonada para aclararse cuando le toque el turno. Hacen colas de 15 o 20 personas.
La contaminación te quema la garganta. Cada centímetro de asfalto está ocupado, debajo de los puentes no queda un sitio libre, las familias enteras viven en la calle. Es imposible que algún día alguien esté solo.
Y no puedo decir que Calcuta sea bonita, tiene edificios, palacios heredados de su capitalidad, monumentos cubiertos de mugre, zonas con parques...pero su encanto reside en sus marcados: de flores, de artículos religiosos, de telas...Su encanto es su gente, que no sabe pedir, que han perdido quizá la esperanza pero no la dignidad. Que sonríe siempre.
Recuerdo varios momentos impactantes: uno de ellos en el mercado de las flores. Es muy temprano pero ya hace mucho calor, un calor insoportable que sale del asfalto. Cruzamos un puente sobre una vía de tren que pasa a un metro de las viviendas y entramos en una explosión de colores: flores naranjas, rojas, blancas, vendidas al peso para honrar a los dioses. No sé dónde mirar si a los vendedores con sus ropas, sus regateos, sus sonrisas, su vida cotidiana o a las montañas de colores.
Y el otro momento cumbre es el Ganges, mi Ganges, mi río, ancho, tranquilo, con la vida en sus orillas y en sus puentes. Con la muerte en sus orillas. En el barco, en el ghat del templo de Kali con el agua tibia, desde el coche, desde el puente, en mis fotos, en mi memoria.
Calcuta te da mucho más de lo que puede recibir de tí.
Sólo tras haber estado en Calcuta puede uno entender la capacidad de supervivencia del hombre
A pocos km del caos organizado de Calcuta aparecen los campos de arroz de Bengala, en el delta del Ganges, cuando forma la zona llamada Sunderbans.
Para mí es el complemento perfecto de la visita a Calcuta porque aquí el viajero (que no el turista) puede ver el otro polo de la población: los que viven en chozas de adobe y paja, que cultivan arroz y pescan, los niños que juegan al fútbol entre el barro y van a la escuela por caminos de tierra y llegan sin mancharse las ropas. Las familias que al menos tienen una vaca y que conviven en aldeas y poblados y que cuando los visitas te sacan sus mayores tesoros: dos sillas de plástico y un abanico de bambú.
Los paisajes son como los de cualquier cuento de Kipling, verdes imposibles, agua, chozas y caminos, mujeres con saris de colores que van a por agua a las fuentes. Altas palmeras, árboles, espesura que esconde tigres.
Y el Ganges que nada tiene que ver con otras ciudades, con su fuerza de Haridwar o su con su misticismo necrológico de Varanasi. Antes de morir crea vida: campos, cultivos, manglares, muere viviendo.
Sunderbans es un precioso cuento.
Calcuta te da mucho más de lo que puede recibir de tí.
Sólo tras haber estado en Calcuta puede uno entender la capacidad de supervivencia del hombre
A pocos km del caos organizado de Calcuta aparecen los campos de arroz de Bengala, en el delta del Ganges, cuando forma la zona llamada Sunderbans.
Para mí es el complemento perfecto de la visita a Calcuta porque aquí el viajero (que no el turista) puede ver el otro polo de la población: los que viven en chozas de adobe y paja, que cultivan arroz y pescan, los niños que juegan al fútbol entre el barro y van a la escuela por caminos de tierra y llegan sin mancharse las ropas. Las familias que al menos tienen una vaca y que conviven en aldeas y poblados y que cuando los visitas te sacan sus mayores tesoros: dos sillas de plástico y un abanico de bambú.
Los paisajes son como los de cualquier cuento de Kipling, verdes imposibles, agua, chozas y caminos, mujeres con saris de colores que van a por agua a las fuentes. Altas palmeras, árboles, espesura que esconde tigres.
Y el Ganges que nada tiene que ver con otras ciudades, con su fuerza de Haridwar o su con su misticismo necrológico de Varanasi. Antes de morir crea vida: campos, cultivos, manglares, muere viviendo.
Sunderbans es un precioso cuento.